Son las 4:40 de la mañana, el techo cruje (porque está hecho de madera) y los cristales de las ventanas vibran a causa del fuerte viento que silba en medio de la oscuridad, una y otra vez sin cesar. El ruido de las ramas de los árboles y de las palmeras que están en la acera junto a la casa, también forman parte de la sinfonía, una composición que recorre desde hace siglos este semi desierto que ahora lleva por nombre Tijuana. Anoche, antes de dormir, me aseguré de haber cerrado correctamente puertas y ventanas, pues, no me gusta que el viento introduzca restos de polvo y arena en mi habitación.
Cuando vienen los vientos de Santa Ana todo se siente polvoriento, el rostro, el cabello, las manos, la ropa y cualquier otra superficie. El viento continúa silbando, opacando el sonido de las olas que chocan contra el muro. Ahora que lo pienso, hace días que no escucho al misterioso barco que lleva meses anclado en la costa. No me gustan los vientos de Santa Ana, me producen la sensación de que en cualquier momento el pequeño y maltrecho departamento que habito se elevará por los aires en mil pedazos.
Son las 4:48, he decidido salir de las cobijas y encarar el frío que impregna el ambiente de mi habitación. Esta es la época del año en la que mi actividad favorita es estar metida en la cama bebiendo café y perdiendo el tiempo con cualquier distracción que me ofrezca el móvil. Sin embargo, abandono mis aposentos porque necesito usar el baño, el cual está aún más frío todavía. Activo el interruptor de luz, solo para descubrir que Santa Ana se ha llevado también la corriente eléctrica. En medio de la oscuridad me ocupo de mis necesidades, salgo del cuarto de baño y continúo en completo silencio.
El reloj casi marca las 5 de la mañana, y aunque la penumbra aún me nubla la vista, a través de las persianas de la ventana se vislumbra un cielo grisáceo anunciando que el amanecer del Sol entre el polvoriento cielo se avecina pronto. Me voy a la cama nuevamente y me recuesto pensando en que si no hay energía eléctrica al menos debería encender una vela, o la hornilla de la estufa y calentar un poco del café con canela que preparé ayer. Es casi como café de olla, pero le hace falta piloncillo. Me invade la pereza, esa tarea implicaría abandonar mi ambiente cálido y seguro debajo de mi cobertor aborregado.
El reloj casi marca las 5 de la mañana, y aunque la penumbra aún me nubla la vista, a través de las persianas de la ventana se vislumbra un cielo grisáceo anunciando que el amanecer del Sol entre el polvoriento cielo se avecina pronto. Me voy a la cama nuevamente y me recuesto pensando en que si no hay energía eléctrica al menos debería encender una vela, o la hornilla de la estufa y calentar un poco del café con canela que preparé ayer. Es casi como café de olla, pero le hace falta piloncillo. Me invade la pereza, esa tarea implicaría abandonar mi ambiente cálido y seguro debajo de mi cobertor aborregado.
Algunos dicen que Tijuana es otro México, otros que Tijuana es una colonia de California. Yo pienso que Tijuana es un país diferente.
Sigo sin conciliar el sueño, de pronto me asalta la preocupación de haber olvidado algo. Y me incorporo de súbito. Siento curiosidad de mirar a través de las puertas de cristal que dan salida hacia la terraza. Aún se percibe la oscuridad en el cielo grisáceo, contemplo la palmera frente a mi balcón balancearse de un lado a otro conducida por el viento. Me percato de que la tapa del contenedor azul donde almaceno agua para los tiempos de escasez ha volado contra la pared.
Después de meditarlo un poco decido salir para devolverla a su sitio, pues, pienso que no quiero ver el agua llena de arena. Me arriesgo, rápidamente salgo y coloco la tapa sobre el contenedor y muy a prisa regreso al interior de mi resguardo. Me aseguro una vez más de que las puertas y ventanas estén bien cerradas, no sea que el señor Santa Ana vaya a querer colarse por alguna breve rendija.
De pronto, esa sensación que tanto estaba evadiendo se apodera de mi cuerpo, mis manos se sienten polvorientas. Verifico mi cabello y mi bata de dormir, están a salvo, libres de polvo. Abro la llave del grifo y lavo concienzudamente las palmas de mis manos, y los espacios entre mis dedos. Sin embargo, lo más desagradable de los vientos de Santa Ana es que me inspiran temor, pues, de donde yo vengo eso no existe. En el sur, podrá abrirse la tierra con un terremoto, podrán desbordarse los ríos a causa de las periódicas lluvias torrenciales en el verano, pero jamás, nunca el viento se llevaría las casas y todo lo que existe, porque las montañas son como guardias gigantes provenientes de la Sierra Madre del Sur que resguardan la ciudad amurallada por verdes cerros que surcan los cielos. Aquí en Tijuana eso no existe.
Me recuesto nuevamente, sin luz no hay mucho que hacer en medio de la oscuridad, para bien o para mal, los humanos somos seres muy visuales. Nuevamente me digo a mí misma que debería encender una vela, y quizá leer un poco la Biblia, hace meses que he dejado pendiente el libro de Deuteronomio. Quisiera poder escuchar la radio. Por las mañanas, escuchar a cierto locutor increpar contra el presidente críticas y acusarlo de su “poca capacidad para gobernar” es lo único que me recuerda que he nacido y formo parte de un estado-nación llamado “México”, pues, aquí en el encierro y en la tienda de conveniencia que frecuento, realmente casi nada me lo recuerda.
Algunos dicen que Tijuana es otro México, otros que Tijuana es una colonia de California. Yo pienso que Tijuana es un país diferente. O, tal vez, muchos países distintos que ocupan un mismo espacio. Dicen que forma parte de México y que aquí comienza la patria, pero yo no termino de convencerme. Tampoco es que llegue a ser como un condado de California.
Aquí la realidad es distópica y nunca llega a concretarse en una sola, más bien están superpuestas las realidades, ¡qué digo superpuestas! Las realidades que componen a Tijuana están todas entrecruzadas, una dentro de la otra, y otra dentro de la una. Todas enmarcadas por el muro, y al mismo tiempo atravesadas por éste. Impregnadas del muro, así como están impregnadas por el otro lado. Seguramente el otro lado no es lo que nombramos Estados Unidos. Quizá el otro lado es eso, otro lado, uno diferente.
Hablando de tiendas de conveniencia, ayer terminé de leer una traducción al español de un libro: La dependienta de Sayako Murata. Me llama la atención que en japonés el título de la obra es Konbini Ningen (コンビニ人間), es decir, “El humano de la tienda de conveniencia”, nunca relacionado con un ser específicamente femenino, una idea muy diferente a lo que vende la editorial española que lo oferta.
¿Por qué estoy pensando tanto en Furukara? Probablemente porque mi vida rutinaria, mi soledad deambulante por las mañanas y silenciosa en medio de la oscuridad pronto también estará trastocada.
En fin, me gusta este tipo de literatura japonesa, muy sencilla y sin tanta palabrería, pues los autores encuentran la forma de transmitir sentimientos, sensaciones y pensamientos muy profundos sobre uno mismo y la existencia humana recurriendo a situaciones bastante triviales, por ejemplo, trabajar en una konbini (tienda de conveniencia). Lo que me atrapó de esta historia fue la simpleza con la que Furukara habitaba su mundo, el mundo de las konbini japonesas, cada imagen, cada sonido y cada olor descrito en el texto me traía muy gratos recuerdos, los cafés enlatados y calientes, los onigiri, las ensaladas y las kurokke (croquetas de papa).
Quisiera ser un poco como Furukara, en la historia ella era muy consciente del mundo que la rodeaba debido a que es muy buena para observar a las personas y su comportamiento. Lo hacía de una manera tan fina que nunca necesitaba hacer alarde de ello, su único propósito en la vida era hacerse pasar por una “persona normal”. Sin embargo, ella es sumamente consciente de lo difícil que es cumplir con dicha tarea siendo parte del mundo que la rodea, una sociedad que le exige tener un matrimonio con hijos y un empleo fijo para ser una “persona normal”.
La sencilla, rutinaria y tranquila vida de Furukara pronto se ve desequilibrada cuando conoce a un sujeto extraño que al parecer no se lava los dientes. El arroz con las verduras hervidas, su rutina de baño y hasta sus hábitos para dormir se ven trastocados, incluso su mundo en la tienda de conveniencia empieza desquebrajarse a causa de la presencia de este misterioso hombre que aparece en su vida. Y debo decirlo, esta no es una historia sobre romance. Está casi por salir el sol, ¿por qué estoy pensando tanto en Furukara? Probablemente porque mi vida rutinaria, mi soledad deambulante por las mañanas y silenciosa en medio de la oscuridad pronto también estará trastocada.
¡Lo había olvidado! Hoy tengo que hacer una publicación en Twitter sobre el gochu (고추), el chile que se utiliza regularmente en la gastronomía coreana. ¡Qué tedio! Un debate supuestamente científico para decidir si el gochu viene de Centroamérica o si ya era cultivado en la península coreana desde hace miles de años, ¡pero si esto parece más un debate nacionalista que científico!
Pero, aún no ha regresado la energía eléctrica que robó el señor Santa Ana y no quiero malgastar la energía de mi móvil leyendo un artículo como este, aún así debo cumplir con este compromiso adquirido con mis colegas también aficionados a Corea, o las Coreas… ya no sé cuántas Coreas existen. Por lo menos, Tijuana es una, una compuesta de muchas realidades, pero eso es lo que hace a Tijuana ser Tijuana y no algo más, porque Tijuana no puede estar en otro sitio, si lo estuviera dejaría de serlo. Pero las Coreas, esas están dispersas por el mundo.
No quiero engañarme, yo solo quiero seguir pensando en la historia de Furukara, fantasear con que soy como Furukara para continuar atesorando mi presente. Pero me conozco. Mi deber es más poderoso que mi ocio (solo en algunas ocasiones, he de aclarar), me decido por leer el artículo del Journal of Ethnic Foods y, sin advertirlo, pronto vuelvo a conciliar el sueño, en ocasiones, los escritos científicos pueden funcionar como buenos somníferos.
Abro los ojos a causa de los rayos tenues de sol que se cuelan por las persianas, todavía el viento silba a los lejos. El reloj marca las 6:30 de la mañana, me incorporo y termino de leer el pedazo de artículo que me falta. Salgo de la cama y camino de nueva cuenta hacia la puerta de la terraza. Me percato de que afuera el piso está cubierto de ramas y hojas verdes ya secas traídas por el viento, tiradas por doquier. Me vuelvo y enciendo la hornilla derecha de la estufa. El ambiente poco a poco comienza a impregnarse de un aroma a café con canela. Observo las plantas que yacen en el suelo, la luz del día me deja verlas con mayor claridad; anoche las resguardé en la cocina por temor a que los vientos de Santa Ana les llegasen a causar algún perjuicio.
Tijuana es una, una compuesta de muchas realidades, pero eso es lo que hace a Tijuana ser Tijuana y no algo más, porque Tijuana no puede estar en otro sitio, si lo estuviera dejaría de serlo. Pero las Coreas, esas están dispersas por el mundo.
Las rosas parecen como malvaviscos, unos blancos y otros de un rosado pálido; el epazote no deja de crecer hacia arriba, está tan largo que se parece a su padre y las primeras hojas que le brotaron hace apenas un par de meses cuando era pequeño ya comienzan a marchitarse; la suculenta Dorotea está muy decidida a llenar su pequeño tallo y ramas de un montón de hojitas verdes y pequeñas, parece que tiene prisa por volverse frondosa; el viejo teléfono alarga cada vez más su brazo como queriendo trepar por las paredes, y las nuevas hojas del no me olvides apenas comienzan a asomarse por la tierra.
Giro la perilla de la estufa para apagar el fuego del café, y vierto un poco de este en una taza verde que lleva una pintura de elefante con una frase motivacional inscrita en la cerámica “enjoy everyday”, casi como un mandato, ahora las tazas suelen usarse como libros de autoayuda. Agrego algo de leche para suavizar la amargura del café, y cuando me vuelvo para devolver la leche al refrigerador, ésta y los espirales que forma cuando se mezcla con la bebida caliente ya han desaparecido. Ese gusto visual apenas y dura un instante, es difícil de capturar.
Coloco la taza sobre la mesa y regreso a contemplar mis plantas a ras de suelo, ¡son tan bonitas!. Algunas personas tienen hijos, otros tienen perros o gatos, yo tengo plantas. Mientras las contemplo pienso de nueva cuenta en Furukara, en el valor que demostró al defender la simpleza de su vida rutinaria, no porque la vida simple sea la mejor que existe, sino porque esa era la vida que ella había elegido, ser dependienta de una tienda de conveniencia en un distrito de Tokio.
Me digo a mí misma que, en el presente esta es la vida que he elegido, la vida que tengo, la vida que me ha sido dada. En el futuro puede que ya no sea, por lo tanto, he de disfrutarla, aunque en este pedazo de tierra el señor Santa Ana visite de vez en cuando y haga crujir el techo, vibrar los cristales o llenarme las manos de polvo. Por ahora, el viento ha cesado, la energía eléctrica ha vuelto, y ¿cómo sabrá la gente de Twitter que el gochu ya existía en la península coreana durante el periodo de los Tres Reinos si no me apresuro a publicarlo? El cielo se ha despejado y mi habitación se ha inundado de luz brillante.